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jueves, 18 de junio de 2015
sábado, 2 de mayo de 2015
lunes, 24 de noviembre de 2014
DOS ARTISTAS Y UNA DIVAGACION
Dos artistas que miran la realidad de manera tan dispar como los
propios medios de que se sirven para plasmarla.
Tratándose de un fotógrafo y una pintora, tras todo lo visto en las
vanguardias de la primera mitad del siglo pasado, sus ismos, los caminos más dudables, las más erráticas obsesiones
hechas arte; y en la segunda, la mezcla de todo lo anterior, con algunas
revisitaciones actualizadas, infieles en su mayor parte —qué otra cosa cabría—
con sus originales, el lector quizá se
sentirá inclinado a pensar que va a ser el primero de ellos el más interesado
por captar la realidad, una, la que fuere: figuras, paisajes —urbanos,
naturales, linderos, oníricos incluso—, de una manera concreta, con un preciso
ambiente, definidas presencias o ausencias, pero un hecho o situación fidedigna
en todo caso. Quizás aprovechando la ocasión que, buscándola, se brinda, tal
vez tras denodadas caminatas y largas esperas, en pos de la luz perseguida en
una estación, un clima, un particular momento del día. Pero al
fin captando, por inusual o extraño que acabe siendo el resultado, algún
aspecto cierto, fiel, pese a todo realista,
diríamos abusando del término —por acaecido.
Coherentemente con ese prejuicio,
en principio esperaríamos hoy menor rigor entre lo plasmado y la realidad en la
obra de los artistas plásticos —incluso a pesar de cómo ha prendido el interés
por el hiper/fotorrealismo entre muchos jóvenes artistas, sin duda
conocedores del quehacer de Antonio López, David Mauro, Ralph Goings, Richard Estes y otros maestros de
ambos estilos—, donde lo figurativo, de darse la tendencia tampoco extraña hoy,
sí aparece en muchos más casos tratado.
Bien relativizado por su integración entre otros efectos, texturas, materiales
del más diverso pelaje —a veces literal—, bien integrado con otra intención en
aquellas revisitaciones que comienzan por el prefijo post para pasar después al neo.
O finalmente como una ensalada de todo lo anterior, pero otra vez con un
desenlace innovador, otra vez armónico y acorde con su momento, otorgándole su impronta
renovadora.
Aleatoriamente, cada tiempo puede ser igual de cruel con la
fotografía o con cualquier otra actividad artística. Preterir con el mayor
desdén una obra que, posteriormente, pudiera ser que otra época rescate, valore
e incluso encumbre en no pocos casos. Y no es necesario ahondar en los más
conocidos y lacerantes de ellos, por el contraste entre lo miserablemente que
les trató su tiempo y lo que la posteridad les depararía. La amargura de esas
cartas de Vincent a Theo y sus muchas zozobras, las penalidades que ambos
padecieron y se trasladaron mutuamente, el vacío, el drástico desinterés por la
obra que uno produjo con vehemencia estajanovista, psicótica y el otro trataba
inútilmente de vender. El aciago destino de su propio amigo, pero también
inductor de la reacción que acabó con la pérdida de su oreja, Paul Gauguin,
quien acabó sumido en la más ruin indigencia, con los cuadros amontonados,
perdidos, pero jamás aceptados por su tiempo. Penalidades en algún sentido comparables,
entre muchos otros que pudieran servirnos de ejemplo, a las estrecheces —en un ámbito artístico distante— sufridas por otro coloso de su actividad, James Joyce, sobre todo durante su presencia en aquella Trieste todavía
austriaca, en la que además tenía consigo a su esposa, Nora Barnacle y sus
hijos. A quienes nunca alcanzaba a procurar sino lo más básico para su
pervivencia, como atestigua la abundante correspondencia que nos legó —en lo
que a estos hechos se refiere la que sostuvo con su hermano Stanislaus, víctima
permanente de los sablazos de James para poder llegar a cubrir las necesidades
de la familia, y a los que aquel siempre correspondió generosamente en lo
pecuniario, pero también en lo anímico, con un afecto por su hermano y una fe
en el Joyce escritor, inquebrantables.
Uno se pregunta cómo pudieron aislarse de un cotidiano tan
desprovisto y arisco, para llegar producir edificios artísticos de semejante
dimensión.
En cuanto a los artistas plásticos, hubo pues, muchos casos de
estimabilísimas obras que permanecieron inéditas en su momento, extraviadas
entre fulgores más o menos duraderos, algunos incluso fugaces, pero que, en su
conjunto, como constelación no dejaron el espacio suficiente que permitiera
entonces su hallazgo y aprecio. Es cierto que la posteridad investiga, rebusca entre los coetáneos
de un cierto estilo pictórico, de una cierta época, hasta agotarlos. Y es esa
labor historiográfica, cuyos designios van determinando los gustos y las
tendencias vigentes en cada ciclo, la que hace emerger ante nosotros muy
notables obras de artistas, tan alejados para entonces de aquel que fue su
tiempo.
En el caso de la fotografía, ese aspecto se agravó tal vez a causa
de la coincidencia entre su modernidad y su rápida profusión. Constreñida en un breve lapso temporal,
la obra de tantos fotógrafos adoleció de mal tan sensible como ese inicuo
desprecio de su hora. Sin embargo, de un modo u otro, porque ciertamente el
interés por la fotografía creció rápido con el propio siglo XX, o por la misma
persistencia, el mero proceso del acopio en el tiempo cuando el artista reunía
méritos, las obras iban tomando relieve, llegaban a trabarse y cobraban
fundamento en poco tiempo.
Efectivamente, en numerosos casos el rescate llegaba por un proceso de rápida maduración
—el siglo volaba—que la revaluaba, descubriendo en ella esa vaga ilación
implícita, testimonial o no, pero con un sentido distinto, uno nuevo entonces
discernible, uno imprevisible quizá que afloraba.
En el medio fotográfico, incluso una justicia prosaica y
prospectiva se pudo dar. Ese clavo ardiendo de la posteridad, que siempre tasa
al alza los testimonios gráficos, sin importarle que los ignorara o los desestimara
su época. Y que además se aviene con facilidad a ablandar el juicio, se hace
condescendiente, y únicamente alude a la calidad, de hecho, para añadidura y
colmo.
Cuántos fotógrafos de los que dispararon al primer cuarto de ese
siglo raudo y tempestuoso que fue el pasado, llegaron a pensar en su labor —una
industria en cierne, un buen empleo para lo que se seguía de los oficios del
momento: pringue o polvo (lo demás eran colocaciones)— como algo durable,
diferente, algo elevado o acreedor de la estima del público. No ya que
concibieran su tarea de un modo artístico o trascendente, cuántos creyeron
siquiera que aquello de lo que dejaban constancia, pudiera interesar, treinta,
sesenta años después. Quiénes, de los que en tantos casos escurrieron el bulto ante
la molienda de recoger y adecentar todas aquellas viejas fotos desparramadas
por alguna leonera, en un desván imposible de telarañas y cagarrutas de ratón,
o barajadas, disgregadas entre fajos con gomita, paquetes y cajas en dios sabe
dónde; de los que se llamaban andana llegada la hora de bregar con todo aquel
material para compilarlo y ponerlo a salvo de extravíos, de acordarse de su
conservación y legarlo quizá a un sobrino metódico y responsable, quiénes
acariciaron la quimera de su inclusión —tan generosa a veces como merecida— en célebres
colecciones, en archivos del mayor renombre, o en tan
migratorias exposiciones como suelen ser las contemporáneas.
Una vez despedidos con el siglo los próceres de la nueva técnica, sus
inventores, cuantos perfeccionaron sus rudimentos, los Niepce, Daguerre, Fox
Talbot, sus esforzados discípulos, divulgadores de vanguardia, y del prestigio
eminente de la eclosión, indisputable sólo para esos pocos se pasó a una rápida
difusión, prorrateándose después hasta el diezmo con su posterior popularización
—la consiguiente magnificación hasta la nada: las cámaras al alcance de
cualquier pequeñoburgués caprichoso—; caso aparte, asimismo, los espíritus
innovadores que desbrozaron sendas indecisas por el umbral del siglo, los que
andando éste fueron precoces persuadidos de la enorme virtualidad artística de
aquel oficio moderno —aquella mítica agencia Magnum, con Capa, Henri
Cartier-Bresson, David Chim Seymour,
George Rodger y Bill Vandivert como fundadores—,
o quienes fatigaron caminos y se entregaron a explorarlos con fe ciega —muchos de los cuales, por cierto, hoy
nos son desconocidos, son sólo nombres mencionados en alguna reseña de arduo
acuse o no han llegado hasta nosotros con la profusión de otros, no tan finos
avizoradores o nada aventureros del arte—. Hechos tales descartes, no nos queda
sino la generalidad, que es pedestre, y ni apunta lejos ni ventea intangibles.
En consecuencia, el grueso de los practicantes se ceñiría a la
actualidad de lo que tenían entre manos, su interés inmediato. Y la pervivencia
que reconocían a su labor sería la misma que atribuirían al periódico que la
recogía ese día, en los casos en que tal fuera su finalidad, es decir, el hoy
más rabioso, casi ninguna. Tampoco existía un precedente: la (indiscreta)
fidelidad fotográfica es muy joven todavía, camina torpe y su probidad —desconocidos los montajes, los amaños, a
excepción del inminente coloreo— cercena muchas de sus más metastásicas
posibilidades. Muy especialmente, en unos tiempos en que no estaban las
tendencias para aceptar la realidad pelada como arte; circunstancialmente ni
como realidad, según pareceres de siempre, tan groseros como dinámicos, para
los que resulta intolerable cualquier liberalidad en la difusión de ciertos
hechos, aunque palmarios, contestados y aun perseguidos por calumniosos (hoy de
eso, el gañán más despistado sabe latines).
Ni que decir quienes tocaban mayormente el palo de las
conmemoraciones o se trabajaban el estudio de barrio, los encargos —lidiando en bodas (faenas cortas), con
retratos de aquellos que se hacían tres en toda una vida, fotografiando niños
de corta edad en pelotas (un género posterior, de tan prolífico vicioso: hoy
penado)—. A sabiendas de que su tarea consistía en tratar de inmortalizar lo
que les ponían por delante, monetarizando esas remembranzas y haciendo arqueo
después, a buen seguro rasarían la vigencia de lo manufacturado con la de la
generación en curso, y en calidad de recuerdo al que acogerse mientras durara,
no más concedería su intuición.
No es reciente sin embargo, nuestro hábito de recuperar cuantas
podemos, nos interesan la mayoría. Bendecimos la instantánea del propio abuelo
rodeado de colegiales en guardapolvo —baberos a los que no les quedaban ni tres
lavadas—, y no por mera pasión parental. La de los del curso de tal a tal año,
una treintena de escolares viejos, alineados por estaturas delante de la puerta
del colegio, en un solar lindero que haría las veces de patio. Escalonados con
el auxilio de largas bancadas suplementarias para evitar que alguna cara
quedase oculta. El cuadro repleto de ellas, cuatro o cinco superpuestas en cada
fila, la genética desmelenada y desbarrando a trancos su impronta entre tanto proyecto
inculto de semblante: lo rústico y lo indocto en una misma careta; caras
difíciles, definitivamente abruptas y con apéndices muy sobresalientes. Quien
su cardenal, quien su costurón, quien su yeso y una obvia procacidad flotando
en el aire, que ha salido fresco en la foto y les atiesa las orejas, les
tonifica las cocorotas esquiladas y tensa sus pescuezos, sin llegar a disipar un
cierto pitorreo residual —la algazara de la acomodación quizá, sofocada a duras
penas por la presencia disuasiva del fotógrafo—. Todos esperando el flash. Tras
cuya maravilla quedaría inaugurado el curso, su tren encarrilado, a punto el
traqueteo fácil y repetitivo que pudiera producir su maquinista: ese maestro
que custodia al grupo con cara de presidiario ágrafo y planta de leñador, contraviniendo
con la paradoja de su aspectoun cuadro tan compuesto.
Ni a esa foto, le negaríamos hoy algún valor documental.
Siempre puntual y dispuesto Auggie ante su
trípode y su cámara, para registrar el mismo cuadro y los personajes que
espontáneamente lo recorren. Figurantes casuales que dejarán de serlo a las
ocho en punto, cuando él apriete el disparador y los fije como protagonistas indelebles
de ese día. Lluvia, frío, nieve; mañanas calimosas que prometen un calor que
derretirá el asfalto, mañanas frescas que ya pretenden la primavera, o
nebulosas, apagadas e interiores.
Un tratado sobre el calmo, el dilatado decurso,
la misteriosa inmediatez, cuyo sentido paraliza al bueno y melancólico de Paul,
su amigo el escritor, como a tantos. Pero no a Auggie.
Un tomo por año. Catorce álbumes: de 1977 a
1990. Cinco millares de veces un idéntico cuadro, pero jamás el mismo. Y no
sólo por la diversidad relativa de esas gentes que aparecen y acaso reaparecen
novecientos días después, entonces en camiseta, ahora abrigados o
resguardándose del aguacero en un portal; no sólo por el secreto carácter que
otorga alguno de los personajes a ese día, por cómo describen la mañana con su
mera presencia, el modo en que su anónima relevancia viste la imagen de la
jornada. Miles de veces capturado lo inaprensible En un demorado relato, la
levedad del suceder, la sublimidad de matices de lo cotidiano congelada,
aprehendida por una vez en un lugar al menos, un instante.(*)
Bravos fotógrafos también, aquellos otros
que arrastraron sus cámaras hasta la orilla misma de la guerra del catorce,
hasta sus trincheras colmadas de cadáveres latientes. O con esos u otros
soldados todavía vivos, en esas u otras trincheras, transpirando el pánico
tardío de su uniformidad, sumidos en la espesa enruna de los acontecimientos.
Ojos exangües, hastiados de lo inaudito, que miran a quien los capta con un resentimiento descaminado; acaso presumiéndole
ajeno al inminente turbión de metralla: un relator loco, inasequible al zarpazo
sibilante de los obuses. Los que siguieron la estela de penalidades
que dejaban los ejércitos serbios, rumanos,
búlgaros, en retirada al paso por ciudades indecibles y
campos en su primavera de rastrojos, cascos muertos, humo y espinos.
Los que pararon en pueblos bien zurrados, rendidos
y vueltos a rendir, para verles despabilar al miedo en otro rebato de tropas,
carros y camiones. Encrucijadas de conmoción, acudideros de todas las venturas,
sedes de un tiempo pasivo en su debate insomne, crucial, entre el lúgubre vacío
de lo ido y el temible agüero de otro advenimiento semejante. Quienes volvieron a dar con una cualquiera de
tantas calzadas de carretas renqueantes y se dejaron ir por ella, furgones casi
indistinguibles bajo el alud de intendencia chusca y aparatosa, camiones con
alegres heridos de regreso que anhelan esa cámara que les designa
supervivientes. Carretones de necesidad por los caminos del hambre, y toda la
ingente y mustia marcha de infanterías diezmadas y paisanos errantes
acompañándose en su triste retirada. Apenas esa pausa quebradiza en mitad del
ronco suceder. Y un idéntico horizonte de desánimo escrito con alambre.
Los que estuvieron el día y la hora precisos
para captar una calma increíble, esa paz extraña de los únicos momentos asibles
entre los muchos largamente soñados; un tiempo primordial de menudencias
gratificantes, de curas, remiendos,
composturas y sólo un rumor lejano, poco más o menos el silencio, para
reencontrarse cada quien con aquel que ya se olvidaba que se era. Para ver al
otro quizás e imaginarlo con dificultad en aquellos lugares que menciona
siempre, para poner relieve a sus sitios, rostro a sus nombres, interesarse por
lo suyo aun a riesgo de tener que recogerlo una noche entre las líneas y no
olvidarlo jamás. Jóvenes soldados con sonrisas maltrechas, trepados a
extraordinarios útiles de guerra o mostrando a la cámara fetiches y mascotas
inverosímiles —cuarzos, cuernas, topos, ratas o musarañas—. Besos fáciles de
extranjeras que lo único que quieren es salir de aquel decorado doliente de
ruinas nuevas ya venerables. Grupos de hombres y mujeres en su verbena de banderitas,
cogidos por el brazo y cantando, gritando el final de la guerra, riendo el fin
de las guerras por los bulevares parisinos y las calles de Londres. Cantando a
un futuro que espigar entre los censos de bajas, un futuro en remoción desde la
nada y sin los mejores. Y hacia una eternidad de caminos, de trenes en vía
muerta, la larga travesía de registros, fielatos, límites y colas. Inacabables
hileras de la tisis y mucha sopa de pena, Un mar de ausencia, polvo y
cacerolas, demolición y escarcha. Sólo a veces, una tímida alegría acorralada.
Un fotógrafo para todas las guerras o tantos
fotógrafos para la que siempre es la misma. Un mismo reportaje vale todas. Cada
uno de esos instantes capturados nunca termina de desvitalizarse, cada una de
las historias inauditas que encierran, parecen cobrar irrealidad como esas
tierras de fondo, heridas y pobladas sólo de negros esqueletos de árboles,
patéticos tullidos en su orografía de escombros, zanjas y socavones, pero que, de
pronto, se reactiva el hechizo ante una nueva mirada, para conmover al
observador menos sensible.
Nada que ver ese aspecto documental, de
testimonio gráfico, con el trabajo del fotógrafo alemán que me interesa comentar
aquí, Daniel Luther Bash; quien también se toma muy literalmente, muy a pecho
la realidad, la capta de manera muy brillante y sin embargo nos la devuelve
otra, aun a pesar de esa fidelidad, acaso sólo aparente. Luther Bash, se
reconoce discípulo del polaco Roman Loranc y del austriaco Ernst Haas —quien
sería invitado junto a Werner Bischof a unirse a la mencionada agencia Magnum,
convirtiéndose ambos en los primeros fotógrafos integrados en ella desde sus
orígenes, aparte de los fundadores.
En la obra conocida de Daniel L.B.,
efectivamente, hay rastro de ambos. En una primera impresión, huellas quizá de la
asombrosa técnica para el paisaje de Loranc, su capacidad de sobrecoger al
observador con una toma neutra, de inspirar dramatismo a una escena rural, en
principio inocente. Trazas también de la portentosa locuacidad de Hass, su depurada y sugestiva capacidad para la
narración, sus dotes para lo discursivo
tras una cámara. Más versátil y también más difundido éste, quizá por su
variedad temática y su interés por el cine, además del marchamo generador de
expectativas que significó su inclusión en Magnum —en su caso satisfechas
sobradamente—, más que agencia, ágora donde se encontraron tan diversos
conocimientos, tan dispares e influyentes creadores en ese medio como para alzarlo, junto a otros pero muy significadamente, hasta las más prestigiosas
atalayas artísticas.
Ernst Haas
Ernst Haas
Roman Loranc
Roman Loranc
Luther Bash, no sólo muestra detalles de estos dos grandes mentores
a los que se acoge, sino que tiene algo que lo hace genuino. Es la suya una
mirada peculiar que viste la realidad con atributos extremos: o inquietantes o
casi sedantes, de forma alternativa. Atributos que no parecieran hallarse en lo
retratado, pero él los encuentra y nos
devuelve un cuadro con otra realidad que emerge, alterada:
bien cargada de dramatismo y con la sugerencia implícita de un relato
emocionante, bien con una sensación ante ella próxima a la suspensión, al
equilibrio, a la sosegada nulidad.
Ver: LutherBash
Hay que subrayar —no se le exige, pero sí se
agradece —lo bien que titula Luther Bash, cosa nada fácil y al alcance de
muy pocos artistas plásticos y fotógrafos, cuyos títulos suelen ser meras
descripciones de lo que, efectivamente, uno esta presenciando: "Niño con
melocotón", "Mujer dormida", No espere el lector encontrarse
otra cosa que un niño con un melocotón y una señora sesteando. Para ese viaje
no se precisan alforjas. Es mejor titular: 1, 2, 3... Luther Bash, en general,
titula de manera sugerente e imaginativa, seguramente porque su fotografía es
conceptual y lo requiere, le ayuda a distanciarse de aquello que aparenta pero
no es. (**)
La pintura figurativa de Montserrat Gudiol, interesada fundamentalmente
por la
pasión de los
personajes,
por el relato psicológico
que quiere mostrarnos de ellos, sólo se aplica a la precisión del realismo, al
principio lo decíamos, en aquellos aspectos que le sirven para evocarlos. Desinteresándose de cualquier otro detalle o aspecto irrelevante para
ella. Cualquier matiz superfluo para sus fines quedará desdibujado, lo dejará
perder y confundirse. Hasta los escasos paisajes por los que se interesó, pese a la
fidelidad conseguida, aparecen recorridos por un filtro de subjetividad, de
consciencia. Son paisajes no tan físicos como espirituales.
Hija del historiador del arte Josep Gudiol Ricard, criada en el
taller familiar dedicado a la restauración de pintura medieval, entre tablas
pintadas en pos de aquellatercera dimensión tan cara y evanescente, como al hijo de un
ebanista el aroma de colas y viruta de maderas originarias de países lejanos, a
Montserrat Gudiol, nacida en Barcelona en 1933, no podía
resultarle extraña su vocación por la pintura primero, y que aquella
iconografía que la rodeaba, como la que encontraría en los libros utilizados
por sus familiares para documentarse —una pugna por la perspectiva, de
comprensión seguramente más directa para una niña sensible y despierta como sin
duda sería ella—, no acabara por formar parte de su imaginería de artista, su
lenguaje plástico posterior.
Hacia la mitad del siglo trabajó un tiempo con el pintor Ramón
Rogent, un pintor influenciado por Picasso y por Matisse que quizá la
introdujera en la obra del genial malagueño, cuyas etapas azul y rosa es
evidente que la influyeron, quizá tanto como el Trecento italiano y, de él, Giotto
especialmente. Con el primero hay coincidencia en los temas de esas etapas: vejez, ceguera, enfermedad, contrapuestos a
juventud, belleza, amor —no extrañamos ni el tema de la maternidad: "Maternidad"
(1901)—, y también esa cierta languidez que acusan los personajes exhibidos, sus fondos difuminados, o un interés grande, que en ella será casi
exclusivo por las figuras humanas, en Picasso tratadas en ocasiones con un
cierto patetismo, en el de Montserrat Gudiol, en grado sobresaliente.
De Giotto di
Bondone, el pintor (escultor y arquitecto) que inauguró lo que la
posteridad conocería ya como pintura renacentista, de una enorme vigencia a lo
largo de todo su desarrollo, y al que se considera clara referencia también
para Montserrat Gudiol, es cierto que encontramos huellas nítidas en el
tratamiento del color y también en la conformación de las figuras; un cierto
aire de familia en la estilización de las imágenes, que les otorga
trascendencia, que pierden fisicidad para ganar espiritualidad, como encontraremos también de
manera más marcada en toda la obra de Gudiol.
«La donación de la capa», 1297-1299, fresco, 270 x 230
«Lamentación sobre el Cristo muerto», 1305
Figuras que en muchos casos se
difuminan y son asimiladas con el fondo del lienzo o de la tabla, apenas
una lánguida silueta bien trazada, a veces sólo de algunos rasgos y visajes que así quedan remarcados contra lo que ya
sólo es un espejismo, algo impreciso que se nos desvanece. Personajes
indolentes, siempre introspectivos son los protagonistas,
prácticamente en toda la obra de Gudiol. Imágenes que detienen el
tiempo o que parecen más bien intemporales, que están fuera de él, como
penando. Muchas de ellas ciegas, o mirando extenuadas y trasladando su
incomunicación al observador, aun cuando aparezcan en parejas. Remarcable que los besos o las
caricias en las parejas sean dados y recibidos con un rictus de dolor. Y
aquellas presencias que sí pueden ver, lo hacen perplejas, miran absortas, en
buena medida transmitiendo también un cierto estupor, un mudo pasmo.
Un universo de un acusado hieratismo, en mitad de la nada más silenciosa y abrumadora.
El del silencio es un rasgo que comparte con Luther Bash. Un
atributo que recorre la obra de ambos, señaladamente. Ambas obras, pieza por
pieza, son una invitación al mismo. Silencio invocado, que en el caso de la
pintora resulta casi físico, puede oírse aturdiendo o sosegando
a sus figuras, en todo caso abandonándolas a su soledad, apenadas,
tristes. Criaturas silentes, siempre ensimismadas y reflexivas, con una
amargura latente. Sus maternidades
transmiten pesar, preocupación; cansancio en los niños cuando nos muestra sus
rostros. Y si bien, Gudiol, en ocasiones introduce guiños surrealistas, las
situaciones reproducidas más próximas o influidas por ese estilo no le sirven
para mermar severidad al conjunt, sino en todo caso para acentuar todavía más
el patetismo de la situación.
Notable la elegancia de las manos de Gudiol, su protagonismo
definitorio en todos los personajes; también los pies son cuidadosamente tratados
cuando los muestra en sus lienzos. Paradójicamente, en el cuadro de la mujer
desnuda yacente nos oculta manos y pies entre las hojas.
En la década de los sesenta M. Gudiol se profesionaliza. En esta y
la década siguiente hace grabados al aguafuerte y sus primeras litografías. Su
obra comienza a crecer con óleos sobre tabla y lienzo en años sucesivos, y ya
se sucederían las exposiciones por diferentes ciudades de España, Europa,
EE.UU. y Canada. En 1981 se convirtió en la primera mujer que ingresó en la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jordi. (***)
(*) Smoke
(1995) Waine Wang/ Paul Auster. Con Harvey Keitel (Auggie Wren) y W.
Hurt (Paul).
(**) Todo lo reproducido de Luther Bash ha sido obtenido vía internet.
(***) Sobre M. Gudiol, los datos biográficos y las reproducciones se han obtenido de su web-site oficial.
viernes, 22 de agosto de 2014
Demagogia, Populismo, Nacionalismo
I
Candente canícula la de este año.
Fuegos hispanos que no cesan en los montes de
cada verano, fuegos crepitantes en los partidos de viejo y nuevo cuño —salvo el
impávido y ahora ignífugo Pepé—, y enardecidas mentes nacionalistas a la caza
del signo, el detalle, la ilusión con que avivar el fuego fatuo identitario,
que prende, pero sólo hace un humo de pajas.
Y corrupción, es decir, descomposición,
putrefacción. Hiede el territorio nacional (digámoslo así) todo, con tres
grandes focos incesantes: los Gürtel/Bárcenas peperos, Andalucía, ese patio de
Monipodio regional que pringa, salpica y hunde en su ciénaga al PSOE e IU, a
UGT y CCOO, sin solución de continuidad, y el último episodio del ridículo
nacionalista en Cataluña que destapó el expresident Pujol, también abdicante, en su caso
de la Molta Honorabilitat aneja al cargo, al contar urbi et orbe sus apañitos suizo-andorranos —como lladre a la carrera—, soltando algo de lo
robado, a ver si se entretienen y le dan tregua en la huida con el grueso del
botín. El caso Pujol/Ferrusola/Pujolitos …, para no cerrar la lista, porque
habrá más, más allá del propio Mas.
Y oxidación y aluminosis en tantas maltratadas
instituciones, con deber de vigilancia para que exista esa efectiva separación
de poderes que no termina de existir. Para que tenga un peso verídico el voto
ciudadano y no sea un sufragio engañoso y artero para alcanzar otro lustro de
silencio ciudadano.
Fuegos castrenses de artillería terrestre y
antiaérea en Ucrania, con un balance de casi trescientos inocentes, viajeros
con un destino de paloma torcaz abatida en pleno vuelo. Muchos niños con sus
padres; si tuvo que ser, mejor sus padres junto a ellos.
Un acto de la más abyecta sangre fría que lo
único que va a poner sobre el tapete es la inoperancia, la nulidad
internacional de esta Europa carísima que nunca es nadie en los conflictos en
los que, sin embargo, termina siendo la primera afectada. Una Europa que apostó
de manera facilona a bote pronto por el gobierno proeuropeo salido del golpe,
que vio crecer a sus enanos en pocas semanas en Crimea y en Kiev, para
finalmente demostrar bien a las claras tantos temores ante Putin, el nuevo zar
de todas las Rusias, como ausencia de principios. O muchos en realidad, pero
intercambiables: si no gustan al oponente se sustituyen por otros —como
razonara el gran Marx (el filósofo del bigote tiznado, no el errático
historicista de la barba cana).
Fuego sirio, incesante tres años y medio
después de aquellas primeras protestas populares, bien recibidas contra el
régimen de Bachar el Asad, cuando la región —Túnez, Libia, Egipto,
Bahréin— comenzaba a irradiar aquel fervor que dio en llamarse la primavera árabe, y
resultó preludio de un derrotero casi glacial.
El primer Ejército Libre Sirio (ELS) que se
levantó contra el régimen de El Asad fue
atomizándose poco a poco en milicias islamistas, algunas como el Frente Al
Nusra, vinculadas a Al Qaeda, hasta la última y más siniestra formulación
yihadista consistente en el Estado Islámico —suníes en su mayoría que consideran demasiado moderada a
Al Qaeda y aspiran a crear un califato en la región, territorialmente por
definir, aprovechando su sempiterna inestabilidad—.
Una funesta ideología teocrática, más cerril
aun allí donde no se imaginaran ya márgenes de prosperidad para la cerrilidad,
que rápidamente ha avanzado por el vecino Irak como un eco de la peor barbarie llegado
a aquellas tierras áridas y desérticas, para dejar a su paso hacia el norte las
imágenes más atroces concebibles, propias del más cruel fanatismo medieval, aunque
dotado de las avanzadas tecnologías vigentes.
Gracias a ellas nos han disparado como
cañonazos, imágenes y videos cuya bellaquería y escarnio superan la ficción más
retorcida, ensañándose así en la filmación de matanzas masivas de cristianos
y kurdos yacidíes —una
religión preislámica, secretista casi por la necesaria autoprotección frente al
islamismo intolerante, y siempre criminal con sus adeptos—. Voces desgarradas
que nos llegan contando violaciones salvajes de mujeres capturadas, tras
asesinar a los hombres decapitándolos, decenas y decenas de ellos, cientos, y
de niñas raptadas como esclavas, al viejo estilo sarraceno de doce siglos
atrás.
Tanta barbarie, tanto renglón torcido, han
conseguido lo impensable: el vecino Irán con sus barbas a remojo, compartiendo
catre político con EEUU, el supuesto Estado tutelar de ese Irak en permanente
conflagración.
Un país en el que habrán personas entre los
treinta y los cuarenta años que no hayan conocido días sin disparos, semanas
sin bombas, un tiempo pacífico en el que refugiarse mentalmente, una
prosperidad que se haya demorado más allá de unos meses…
Juntos pues, han coincidido en retirar su
confianza a Al Maliki y, si no revueltos, en paralelo se
la han otorgando a Al Abadi, que tiene el encargo presidencial de formar un
Gobierno con cabida para todas las confesiones. Y dispondrá de asesoramiento
militar norteamericano, así como, tal como ha recalcado Obama hoy mismo, en el único
discurso severo, intransigente y frontal contra esa chusma inhumana, la ayuda de los bombardeos de castigo
americanos para intentar hacer retroceder al EI.
Y ardió Gaza, cómo no; lo hizo por los cuatro
costados la ciudad palestina tras el secuestro y posterior asesinato de tres
jóvenes judíos, y el inicio por Israel de la llamada Operación Margen
Protector.
Gaza en llamas, bajo el fuego judío, porque
ese margen protector de las ciudades israelíes se ha visto amenazado por un
entramado de túneles, habilitados con materiales en principio destinados a
reconstrucciones y obras civiles, pero pensados para ser utilizados por Hamás
como medio de aproximación y ataque terrorista a los judíos.
Con esa obsesión inextinguible de acabar con
ellos, de echarlos al mar.
Desde el mes de julio se han sucedido los
lanzamientos de cohetes desde Gaza y los posteriores ataques discriminados de Israel
—indiscriminados para los voceros de Hamás— que han acabado con la vida de
alrededor de un millar de gazatíes, entre los que muchos han sido niños, todos
ellos en su papel de escudo y refugio de quienes les tienen sometidos a sus
designios hostiles contra Israel, tanto como a sus intereses tacticistas
coyunturales, ajenos por completo a su bienestar.
Sucesivos intentos de detener las hostilidades
por unas horas o unos días, incluso para labores humanitarias, siempre han
terminado con el lanzamiento de cohetes desde cualquier lugar de Gaza, si es
que alguna vez cesó.
Y ha venido ardiendo Gaza y lo han hecho no
pocas ciudades de Europa, donde la izquierda, tan amiga de Palestina como
tradicionalmente antisemita, ha protestado furiosa en la calle el genocidio y la barbarie israelíes, sin la menor crítica a
Hamás y a sus prácticas guerrilleras de acoso y hostigamiento sin fin a la
población judía; produciéndose con una especial virulencia en París, donde
fueron muchos los daños y muchos los contenedores incinerados para que no decayera
el ardor.
Sin embargo, frente a otras ocasiones en que
voces de esa misma izquierda, en Israel, se alzaron contra Sharon o el propio
Netanyahu, esta vez se mantuvieron leales al gobierno, como unida y firme se
mantuvo la opinión pública, acaso hastiados de esta infamia de nunca acabar,
con tan buenos propagandistas, sin embargo.
II
En el patio nacional se ha constatado la
inconsciencia manifiesta del ahora llamado PPSOE. Unos, por creer que escampará,
que es posible mirar hacia otro lado en lo nacional y lo autonómico, como si no
hubiera ocurrido el saqueo de las cajas bajo su gobierno, los lujos asiáticos
que se han venido regalando durante años o los abusos económicos a los que han
sometido a un electorado que depositó su confianza en ellos como jamás. Los
otros, por mucho de lo mismo, pero sobre todo por esa absoluta incapacidad para
la autocrítica que los hace inasequibles a la vergüenza: años de zapaterismo
que dejaron esto como un erial, economía de postguerra, corrupción en cifras
nunca conocidas —además en nombre de los trabajadores—, y ellos siguen sin un
atisbo de propósito de enmienda, de frente camino hacia el oso de la extrema
izquierda, para abrazarse a él, como si no supiéramos en qué consisten esas
políticas suicidas. La vía PSC como única vía.
Por su parte, el delirio catalán se ha
exacerbado si cabe, tras la vergonzante confesión del expresident y jefe de la banda de saqueadores,
como era pronosticable cuando el cultivo-ambiente en que te mueves es una barreja del populismo entontecedor de la ANC (Assemblea
Nacional Catalana) y esa maraña bien pagada y tejida de asociaciones e
iniciativas pro-delirio, y
el nacionalismo irreflexivo y victimista de CyU, ERC, el propio PSC, ese
batiburrillo de camino entre la izquierda antiespañola, los nacionalistas pata negra y los charnegos que necesitan
hacérselo perdonar, como tribus más constatables.
Para todos ellos, estas palabras fechadas en
Madrid, el diez de octubre de 1934, dirigidas a sus lectores de La Veu de
Catalunya, por acaso el más insigne damnificado de esta farsa visceral;
perdidos el merecido respeto y la consideración a él debidos por sus actuales
paisanos, todos o muchos de ellos incluidos ahora en esa abstrusa sopa de
letras catalano-mágica:
Los hombres de Ezquerra, que gobernaban en la Generalitat de Cataluña, a pesar de la magnífica
posición de privilegio de que disfrutaban dentro del régimen, privilegio que no
había conocido nunca ningún partido político catalán, han creído que tenían que
ligar su suerte a la política de los hombres más destructivos, más impopulares
y más odiados de la política general. Se han equivocado, y lo han pagado caro.
Han comprometido, sobre todo, lo que tendría que haber sido sagrado para todos
los catalanes de buena fe: la política de la Autonomía , el Estatuto
de Cataluña. (…) Diremos sólo que Cataluña sigue con su historia trágica, y que
sólo eliminando la frivolidad política que hemos vivido últimamente se podrá
corregir el camino emprendido.
Josep Pla: La Segunda República Española. Una Crónica, 1931-1936 (Pgs. 1156-1159)
El citado artículo, titulado El momento actual, habla con
horror de los conocidos sucesos acaecidos, fundamentalmente en Asturias, a
partir del cuatro de octubre, con el levantamiento contra la República de los socialistas y determinados
políticos de izquierdas —que nos hacen retroceder a épocas de pura barbarie—
y, asimismo, de la proclamación por el presidente Companys, a las ocho de la
noche del día seis, del Estado
Catalán de la República Federal Española.
Acaso ese seny atribuido a los catalanes y, sin la
menor duda, cultivado por el extraordinario escritor y periodista ampurdanés,
haya degenerado por el abuso de la peor de las demagogias vigente durante más
de treinta años, la nacionalista, que siempre viene trufada de populismo. Una
peste que parecía apagada o casi en toda Europa, pero que siempre prende en
determinados rincones de ella, para ventaja de rufianes y arribistas sin ningún
talento.
Otra triste y pertinaz constatación ha sido la
vieja conocida hipocresía de gran parte de la izquierda europea respecto al
conflicto judeo-palestino. El antisemitismo de esa izquierda, inoculado o
heredado probablemente, además de por las viejas y oscuras fobias ancladas muchos
siglos ha, pero asombrosamente todavía pervivientes, sin lugar a dudas, por la
influencia directa o indirecta del comunismo.
Hay que decir que no hay totalitarismo que no haya
odiado al judío y no haya intentado acabar con él. Después se urde el relato
que convenga al caso. Se perpetra.
Y la izquierda europea no termina de quitarse
de encima el pelo de la dehesa de ese aciago hábito.
La izquierda europea y no pocos organismos
internacionales tomados,
más algunos gobiernos, como el nuestro, de principios algo melifluos y deleznables,
han corrido a prestar su apoyo según se lo dictaban los propagandistas y
voceros de Hamás, que son legión según se ha comprobado. Aquí, precisamente. Como
si no supiéramos de eso; como si no hubiéramos tenido que soportar mil muertos,
uno a uno, y muchísimas más de mil justificaciones por cada uno de esos viles asesinatos.
Las miserias y el doble juego del buenismo de
esa izquierda se ha visto retratado hasta lo grotesco y obsceno, cuando
cristianos y kurdos yacidíes
van siendo exterminados masiva y salvajemente por los socios ideológicos de
Hamás, y no se ha alzado una voz ni se ha convocado la menor protesta ante, esa
sí, tamaña matanza indiscriminada.
Europa, esa vieja zorra interesada, avara y
sin escrúpulos, en cualquier momento dará cobijo a la reunión de su más
ejecutivo sanedrín y, mucho cuidado, bestias medievales en general, putines y
otras plagas bíblicas, porque emitirán una nota: ¡lo harán…!
Por lo demás, Hamás puede seguir lanzando
cohetes a una población civilizada y laboriosa que comparte nuestros valores, y
el califato que viene, rebanando cuellos, violando mujeres y esclavizando niñas
(¿feministas europeas indignadas, dónde?), porque no hay prisa.
Que venga el otoño y su gota fría. Que venga
muy fría esa gota.
miércoles, 16 de julio de 2014
MITOLOGIAS
“Las mitologías fundamentales elaboradas en
Occidente desde comienzos del siglo XIX no sólo son intentos de llenar el vacío
dejado por la decadencia de la teología cristiana y el dogma cristiano. Son una
especie de teología sustituta. […] En
otras palabras, cuando consideramos el marxismo, cuando observamos los
diagnósticos freudiano o junguiano de la conciencia, cuando consideramos la
explicación del hombre ofrecida por lo que se denomina «antropología
estructural», cuando analizamos todo eso desde el punto de vista de la
mitología, lo vemos como una totalidad, como algo organizado canónicamente,
como imágenes simbólicas del sentido del hombre y de la realidad.”
En una obrita de
apenas 120 páginas, resultado de la transcripción de unas conversaciones radiofónicas
en la BBC , durante
el otoño de 1974, el siempre excelente Steiner, a partir de esa primera
aproximación en el capítulo inicial, se apresta a poner en su lugar
correspondiente, el de mitologías okupas,
a los tres grandes —colosales— edificios intelectuales del pasado siglo, aparecidos
en su opinión como reacción al vacío que supuso la muerte de Dios; nacidos de ese humus intelectual que fue la Nostalgia de lo absoluto*, que es como tituló este genio todavía vivo, el clarividente
opúsculo.
A quince años de la entonces
impensable Caída del Muro de Berlín, que nunca fue caída sino minuciosa y detenida
demolición ciudadana, Steiner, quien por aquel entonces debió de padecer
tremendas invectivas y descalificaciones por mostrar su oposición y no comulgar
con tan sólidos y monumentales
baluartes intelectuales, ya se preguntaba a propósito del marxismo y alguna de sus
conocidas realizaciones:
“… por qué muchos de los hombres jóvenes más
valiosos de las generaciones pasadas, ante la evidencia absolutamente
aplastante de los campos de concentración, ante el estado policíaco tal vez más
brutal que se haya conocido nunca, ante el cesarismo asiático de Stalin,
continuaron sin embargo sirviendo a esa causa, creyendo y muriendo por ella.”
El lúcido pensador nacido
en París en el año 1929, en una familia de judíos vieneses, salvada del
holocausto poco después gracias a la aparentemente ciega determinación de su
padre por abandonar su privilegiado status en Francia para huir a los EEUU —quien,
al decir de Steiner, era capaz de leer la
historia mientras ésta se iba produciendo—, sin negarles su enorme valor como
cauce liberador en algunos aspectos, como inmensas formulaciones de la mente
moderna que fueron, acaso como contrapunto necesario, señaló esas tres mitologías con pretensiones
científicas —marxismo, psicoanálisis y estructuralismo— y a sus tres profetas,
Marx, Freud y Lévi-Strauss —no por casualidad los tres judíos: herederos a su
pesar de todo el corpus teológico que intentarían sustituir—, para mostrarnos precisamente
la falsilla oculta que en las tres evidenciaban enormes paralelismos con la fe
que trataban de negar o de inculpar.
De las tres
mitologías, por denominarlas como hizo el gran Steiner, ha sido la marxista y
sus prolíficas incardinaciones políticas la que, obviamente por esa praxis
consiguiente, más dolor ha causado y más pobreza ha repartido casi por doquier
en el mundo, desde aquella primera versión improvisada en el otoño de 1917.
Hasta hoy, cuya
pervivencia como parodias chabacanas, casi soeces de todas las precedentes, no las
edulcora ni las convierte en menos peligrosas y lacerantes, muy especialmente las
vigentes en un continente, el americano que, de no haberlas reproducido o no
haber sufrido su tóxica influencia —alentada primero por los rublos soviéticos
y después por el petróleo venezolano—, muchos de sus países hoy podrían gozar
de unos niveles de desarrollo acordes con su potencial y no, precisamente,
contradictorios con él.
De la entidad del
materialismo histórico, su doctrina científica
central desde una consideración filosófica, de su fuste, ya se ocupó otro
grande del pensamiento del pasado siglo, Karl R. Popper, también judío de
origen austriaco —no es de extrañar el antisemitismo ya crónico de los vástagos
intelectuales de don Karl, el otro, el barbudo que no tuvo más remedio que hacerse
perdonar su origen—, eminente filósofo de la ciencia éste que, en otra breve
pero argumentativamente implacable obra, Miseria
del historicismo, laminó la castaña apriorístico-masturbativa de Mr. Marx,
con un desarrollo lógico inapelable en su construcción, casi matemático en su
exposición, y de resultados absolutamente demoledores para la causa marxista y
sus anhelos de aplicable universalidad.
La consecuencia de esa
deconstrucción popperiana a cincel y martillo no ha dejado lugar serio al que
acogerse en sagrado los irreductibles del mito, más allá de sombrajos dispersos
o someras excrecencias consecuenciales de aquel viejo intento del materialismo histórico.
Si acaso, convenientemente disfrazados, se han hecho fuertes en algún rincón
del revisionismo económico pseudomarxista, inasequibles al desmentido
persistente de los hechos.
Pero importa mucho hoy ese otro aspecto de lo mitológico en el que supo penetrar
Steiner: el marxismo como sustitutivo totalizante, como doctrina de lo absoluto
sucedáneo, capaz de explicarse o hacer coincidir cualquier aspecto de la
historia, cualquier forma o estadio en la civilización humana con ese sentido, otro, previamente transferido; esa
penetración como dogma y, por tanto, de la misma pasta que los dogmas
precedentes, el cristianismo el más potente de entre ellos; esa implantación como
religión laica —explicativa a mi juicio
del odio furibundo a la iglesia, su competencia en la tierra— cuya presencia va
abarcándolo todo, hasta alcanzar a colarse incluso en la más estricta intimidad,
como podrían acreditar los viejos militantes del comunismo previo al 89.
Ese Sindiós
cuyo credo, cuya fe inquebrantable es precisamente el más rabioso e
indeclinable ateísmo, ha sido el que más larga cola nos ha traído a los
coetáneos de las secuelas de su momento de máxima implantación en foros
culturales, educativos y casi en cualquier ámbito social, que podríamos situar allá
por los años sesenta del pasado siglo.
Una cola tal, que ya nos viene pareciendo inextinguible
a algunos, menos pacientes, a pesar de (o precisamente por) las palmarias y
desalentadoras noticias que se han ido sucediendo sobre los postreros intentos
de reconstruir aquella Arcadia Feliz preconizada desde entonces, con el
castrismo como guía ejemplar. Malas noticias, que cualquier visitante al sur
del río Grande en la América
actual puede constatar, como en ningún otro lugar del planeta. Una línea
divisoria, otro alto muro, esta vez de falsedades, que unos pocos países han
construido en detrimento del bienestar y la libertad de sus propios ciudadanos
primero, para acabar después dividiendo el continente en dos mundos, con sólo
algunos contados matices. En una parte, países serios que atienden sus deudas,
contienen el gasto y crecen, haciendo oídos sordos al populismo expendedor de
baratijas, trastos viejos y quincalla. Y en la otra, sátrapas o sultanas que
hacen todo lo contrario y conculcan en uno u otro grado la libertad individual
y colectiva de sus ciudadanos, además de abandonar las economías a su libre caída,
con datos espeluznantes de pobreza, exclusión social y represión política —porque
si es Arcadia, es feliz, por lo civil o por lo criminal.
Inopinadamente sin embargo, hasta este lado
del charco, hasta el viejo y destartalado caserón que habita esta Europa
crédula y descuidada, ha llegado y se nos ha colado dentro un viejo agente
patógeno, ya bien conocido y tratado adecuadamente antes, casi confinado en
lugares poco salubres y mal ventilados, pero sorprendentemente resistente, que
no reconocíamos porque regresa mutando a más ajado y revenido, más cutre y desmañado,
pero pleno de actividad contagiosa, y al que podríamos denominar “paleocomunismo
de vanguardia”.
Una vía hacia la felicidad universal a costa
de decir lo que convenga, ahora ya no predicada como una utopía de referencia,
inalcanzable, sino como una revancha inmediata. Como el reparto pedestre de
todo a lo que haya lugar, entre una turba de malcriados que culpan al sistema de su incapacidad, su nula
autoexigencia y sus quiméricas aspiraciones contrariadas. Una turba que casi no
conoció el NO como respuesta, y que en muchos casos son la consecuencia de la
soberbia adquirida tras tiranizar a unos padres parasitados, y en muchos más, tropa
sostenida con mimos de abuela, impresentable expediente educativo a rastras, ignaros
funcionales muchos, por ese sistema
al que ahora apedrean ciegamente, porque pueden, porque el sistema/abuela todavía se lo tolera.
Niñatos mal curados que se quejan de que otros
han tenido que marcharse, que emigrar para buscarse las lentejas que aquí no encuentran,
por culpa del sistema —y dale—, cuando
lo que hubieran tenido que hacer si valieran algo es largarse también ellos a
buscarse una vida que está infinitamente más fácil por ahí fuera de lo que se
la encontraron sus abuelos del pasado siglo, por esos mismos pagos.
Con una nueva versión del mismo discurso
ideológico de siempre, cogido con alfileres ahora, porque lo teórico está en
segundo plano, han aprendido a eludir los charcos casi húmedos todavía a los
que esas ideas funestas condujeron a sus predecesores. Ahora que la lucha de
clases no se la cree ni el que asó la manteca, se está contra la casta, esa especie de continuum social perverso, de aristocracia
malévola, que somos todos menos ellos y sus barandas. Luceros de un nuevo mundo,
poblado por felices simples y bondadosos cretinos que se saben la lección, por
breve.
Y lo cierto es que, en España, sin ser en
absoluto novedoso, ese término, Casta,
y esa idea, Podemos (con aquella),
han formado un binomio ganador, un acierto mercadotécnico que les ha reservado tantas
alegres sorpresas, como que les han robado el tiempo necesario para ocultar
algunos rastros ignominiosos en su trayectoria hasta el éxito: Un Millón
Doscientos Mil chalados que ya murmuran la lección.
Un verdadero acierto, porque ha comunicado, ha
puesto nombre al conjunto de tantos políticos encantados de haberse conocido,
cómplices por activa o por pasiva en tantos desmanes cometidos por los partidos
turnantes: el que venía de ser con su zetapresidente fantoche el gobierno más
torpe, mediocre y suicida que podamos recordar los españoles vivos, y el
gobierno actual, que por haber pintado con sus colores el mapa de España, tanto
en las generales como en las autonómicas, ha resultado ser el más cobarde,
mezquino y embaucador gobierno del que igualmente quedará memoria.
Con uno o varios casos de corrupción diarios y
un sistema financiero, el mismo que procura tanta liquidez al empresario, al
ciudadano en general como un establecimiento de ferretería; con unas entidades
que se copiaron entre si las malas artes, el latrocinio y que consintieron el asalto
de los políticos, vía butrón, al muñido flanco de las viejas,
otrora serias, sociales y eficientes Cajas de Ahorros, para repartirse la pasta
del milagro noventino entre todos.
Con la desvergüenza de ir entretanto trasladando
urbi et orbi aquel aire de nuevos
ricos con el que consiguieron marear al más humilde alcalde pedáneo.
¿Excepciones? Faltaría más. Pero el común de
estos que están en el machito o esperando subirse a él —para otro momento el
hallazgo de don Pedrogrullo, tras el de la susanidad—
brillan por su incapacidad de reacción, su nula entidad de líderes, su
mediocridad-lapa. No se columbra cabeza en el horizonte capaz de revolver el
calcetín con coraje, como toca, transmitiendo seriedad, rigor, verdaderas ganas
de adecentarlo todo, no a la manera lampedusiana en ciernes, para que todo siga
igual, sino por honradez, autoestima y pura necesidad e instinto de supervivencia.
Al precio que haya que pagar y sin ambages.
Nadie al aparato.
Son tan torpes e ineficaces, tan nulos y escondidizos, que podrían ser unos buenos paleocomunistas de
vanguardia.
“Los cultos de la insensatez, las histerias
organizadas, el oscurantismo, que se ha convertido en un rasgo tan importante
de la sensibilidad y la conducta occidental durante estas décadas pasadas, son
cómicos y a menudo triviales hasta cierto punto; pero representan una ausencia
de madurez y una autodegradación que son, en esencia, trágicas.”
Recuérdese: año del señor de 1974. Cuando en
las facultades no técnicas de la
Universidad , no se enseñaba otra cosa que marxismo.
*George Steiner: Nostalgia del Absoluto.
Siruela 2001. Biblioteca de Ensayo
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